SOLEDAD
Vicente
solucionaba buena parte de sus enfermedades en la consulta del médico de
cabecera y, en su ausencia, la mediadora era la enfermera.
Y no precisamente con tratamientos al uso. Lo suyo era que le escuchasen. No
pasaba semana sin que recalase en el dispensario. La excusa podía ser, desde
pedir una receta, solicitar cita con un especialista, o reclamar que le tomaran
la tensión, porque llevaba una semana con fuertes dolores de cabeza.
Resuelto el
trámite, el facultativo, que lo conocía de toda la vida, preguntaba, ¿y por lo
demás?. Entonces la sala se transformaba
en una especie de confesionario y Vicente narraba el mal que le causaba todos
su malestares. Estaba solo. Viudo, con hijos lejos y con amigos que ya no
salían de casa por la edad. Se creó enemigos ficticios. Se inventó que le
tenían intervenido el teléfono y, hasta, sugirió que le seguían por la calle.
Pasó de hipocondriaco a paranoico.
Eso sí, salía
del Centro de Salud en paz. No sé que consejos recibía y si el sanitario reprobaba
o corroboraba su conducta.
Cuando su médico
se jubiló. Vicente dejó de acudir al Centro de Salud. En las tertulias en el
Casino, el veterano facultativo contó que, en una ocasión, le preguntó a su paciente por qué se sentía
perseguido; a lo que le respondió que a estas alturas de la vida era mucho más
benefactor pensar que alguien vigilaba sus pasos, que sentirse solo. Era su
única compañía.